martes, 29 de enero de 2013

Capitulo: Paracaidista a los 15

Quizás fue ese afán por ocultar mis terrores lo que me llevó a meterme de paracaidista, quien sabe. Qué mejor manera de enfrentar tus temores que lanzándote de un avión. Ese es mi autoanálisis más de 30 años después porque en esos tiempos, mis dulces 15... todo lo que quería era ser paracaidista y encima en el Ejército, lugar ideal para una disciplinada y obediente Patsy.

La historia es ésta: Yo había seguido un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja a los 14 años porque mi mamá pertenecía a las Damas Grises del Voluntariado bajo la presidencia de la simpatiquísima y chambeadora doña Marita Graña...

Corría el año 1975 y se declaraba ese año como «El Año Internacional de la Mujer» y el General Juan Velasco Alvarado era aún el Presidente de facto.

Entonces se les ocurrió a los señores del Ejército del Perú hacer una convocatoria a todas las mujeres que quisieran ser parte del primer contingente femenino de paracaidistas militares del Perú.

Mi mamá me dio la noticia: ‘Patsy, tu sueño se hará realidad’, y es que el Ejército había mandado una invitación a la Cruz Roja para que envíe una delegación; no había nada seguro y primero tendría que haber una selección de candidatas. Yeee.

Mi mamá se encargó de prepararme para lucir mayor porque los que me conocen saben que siempre he parecido de menos edad de la que tenía realmente, entonces a mis 15 parecía de 12 más o menos, aunque algunos malvados (sí, en esos años uno se muere por que le echen más edad) creían que tenía 10.

Lo bueno es que yo iría a inscribirme como parte de la delegación de la Cruz Roja y no solita, porque ahí de repente me choteaban. Hasta me maquilló mi madre… qué ridículo me parece ahora: una revejida de 12 años con sombras verdes en los ojos. Bueh...

Todo estuvo bien, me inscribieron y empezó la primera selección: éramos 640 chicas en total debidamente inscritas y por supuesto la gran mayoría eran mayores que yo.

La primera prueba consistía en que te subieras a una torre de unos 10 metros de alto (no sé calcular bien, ¿ok?), te colocaran unos arneses y saltaras por una de las rampas o puertas hacia el vacío. De un sopapo se deshicieron de la mitad.

Yo veía a las chicas subir los 4 pisos de la torre en fila, esperar que les colocaran los arneses y luego estallar en alaridos y ruegos sujetas al quicio de la rampa cual gatos a punto de ser bañados... ¡fuera con ellas!

Y así pasaban las chicas en fila, muchas saltaban y eran llevadas sujetas con una polea a un cable hasta el otro lado del campo donde eran recibidas sobre un cerro por los soldados o algún suboficial; muchas no saltaron y fueron eliminadas.

Cuando me tocó mi turno el término miedo era el más alejado de mis pensamientos: sentía exaltación, alegría más allá de lo imaginable, adrenalina.

Me tocó además saltar desde la rampa que era el espacio más abierto y directamente sobre el campo... las puertas laterales eran más chicas y estaban en los lados así que la visión no era completa (de lo que te esperaba). Y salté, por supuesto que sí.

Hace más de 30 años de eso y todavía extraño esa sensación. Pero miedo, no.

En el año 2010 volvería a saltar de esa misma torre, pero esa es otra historia que conocerán más adelante o quizás ya conocen.



Siguieron tres meses de intenso entrenamiento. No había concesiones ni por ser mujeres ni por ser menores. Seríamos paracaidistas militares y para lograrlo tendrías que sufrir, piña.

Yo, como es lógico, estaba aún en el colegio (sí, el de hombres) y todos los días debía estar a las 4 pm en el cuartel de la División Aerotransportada del Ejército para ponerme bajo el mando del implacable Capitán Manzaneda.

Los sábados y domingos de 8 de la mañana a 12 del día.

Yo salía de mi casa a las 3 y 15 más o menos y tomaba la ‘2’ en Armendáriz. Su paradero final era frente a la entrada de la avenida que da a la D.A.T. entre Barranco y Chorrillos. Cruzaba la pista y empezaba a tirarles dedo a los oficiales o quien fuera que iba para allá. La DAT estaba a una distancia de... 15 cuadras creo, o sea lejos. A veces me jalaban y a veces tenía que caminarme toda esa distancia, o correrla, porque llegar tarde era sinónimo de unas 250 mil ranas (o así parecían).

Luego de la selección final, que consistió en correr una distancia de no sé cuántos kilómetros en 12 minutos o menos, quedamos 225 chicas aproximadamente. Entonces empezó el verdadero entrenamiento.

Todas estábamos emocionadísimas y éramos ya un grupo muy unido (en el dolor...) y nos hicieron entrega de nuestros uniformes verdes de reglamento incluidos borceguíes, boina y correa, o sea una monada.

La preparación, como cualquier preparación militar, es dura. Pero todas estuvimos a la altura. La preparación física fue muy rigurosa; calistenias, maratones, hartas ranas y planchas. Sufrimos estoicamente castigos que podrían rayar con el abuso pero ahí estábamos, unidas. Una vez, unos minutos antes de terminar una de las clases y cerca de las 6 de la tarde, una de las chicas se tardó en llegar a la fila y Manzaneda nos tuvo cerca de una hora más haciendo ranas... llorábamos, recuerdo, mientras Manzaneda nos restregaba en la cara que por culpa de tal o cual chica estábamos en ese predicamento. Pero nunca nos volvimos una contra la otra.

Como ya les conté, yo era una de las menores del contingente y a veces me costaba lograr el salto perfecto desde tierra en los entrenamientos. Tenías que venir corriendo, trepar un par de escalones de cemento especialmente concebidos para practicar la caída en paracaídas, tomar viada y caer en un pozo de arena en la posición perfecta, que se lograba haciendo una maniobra especial. Una tarde, estuvimos más de una hora practicando la dichosa caída y no me salía; en uno de mis intentos tropecé en el primer escalón y caí de cara en la arena ante el estupor de las otras chicas y la rabia del capitán Manzaneda que ahí, en el sitio y con la cara llena de arena, me ordenó hacer no-sé-cuántas ranas. Las lágrimas me brotaban hacia adentro. Al terminar esa clase, estábamos todas formadas para irnos y al capi se le ocurre que algunas hagamos un salto desde la torre, solo por jorobar. Mientras estábamos en fila, Manzaneda iba escogiendo quiénes se quedarían para ejecutar ese salto. Recorría las columnas de chicas buscando a alguien. Yo tenía mi casco puesto hasta la nariz y cuando pasó cerca de mi zona lo escuché decir:

« ¿Dónde está... dónde está la que me tenía curcuncho???». Jamás olvidé esa palabra: «curcuncho». Bueno, tímidamente levanté mi mano y cuando me vio lanzó un «AJAAAA!!!!... TUUUUU!».

Así que fuimos unas 20 chicas más o menos hasta la torre. Las demás se quedarían a ver nuestro salto. Recuerdo que Manzaneda subió con nosotras y cuando estaba por tocarme saltar a mí, se acerca y me dice en un tono muy amable: «Practica... un pie adelante y luego traes el de atrás y tomas vuelo para saltar exactamente en esta línea», y me la marcó. Entonces cuando me tocó el turno y siguiendo las instrucciones al pie de la letra, salté. Cuando miré hacia abajo escuché y vi a todas las chicas rompiendo en aplausos. Me dijeron luego que había sido el salto más hermoso y perfecto que habían visto. Pero el más orgulloso fue Manzaneda que desde ese momento como que me agarró cariño.

En setiembre de 1975 hicimos nuestro primer salto desde un avión C-130 sobre la zona de Lomo de Corvina, en el sur.

Nos habíamos preparado tan bien y tanto para este día... yo recuerdo que saltaba en el sexto vuelo. Cada vuelo salía con unas 30 chicas; había sido organizado por talla: las más altas, con casco forrado de rojo, serían las primeras en ser lanzadas desde el Búfalo y las más chatas, con casco forrado en tela blanca irían al final, en el último vuelo; ahí estaba yo y éramos sólo 12 chicas... las 12 del patíbulo, nos llamaba el suboficial Gasco.

No hubo miedo, ni llantos ni nada, solo demostraciones de coraje. Me contaron después que una chica se cayó antes de llegar al punto de salto dentro del avión pero se paró inmediatamente y se lanzó al vacío.

Yo había cortado pedacitos de papel platina y me los había metido dentro de la camisa, le había contado a mis papás que yo iba a saltar sexta contando desde la primera en salir del sexto avión, que se fijaran en mi pica pica...



La espera era larga. Desde las 8 de la mañana estábamos ya totalmente equipadas con el pesado paracaídas, más el de reserva, sentadas en la pista de despegue de la FAP; los vuelos iban saliendo, primero con las chicas del casco rojo... después de unos 20 minutos regresaba el avión vacío. ¡BRAVO!

Ahora entraba al avión el siguiente grupo, y luego de un rato nuevamente un avión vacío aterrizaba junto a nosotras; el ruido de las turbinas más la ansiedad eran una sola.

El sexto vuelo se acercaba... «A pararse, casco-blancos!»

Yo me sentía a punto de estallar de emoción, había llegado la hora... Manzaneda nos había traído hasta este momento; todo el odio por los castigos físicos, las humillaciones, los gritos se habían evaporado. «Avancen... avancen... ¡al avión!»

Nos sentamos según habíamos ensayado tantas veces; los asientos en un avión de esos están a los lados, la parte del medio está desocupada para llevar la carga o los paracaidistas... los motores ni siquiera se habían apagado con tanto ir y venir, así que de frente empezó el decolaje. Íbamos cantando esos cantos para dar valor que se acostumbra en las fuerzas armadas, relajado, tranquilo, hasta que sucedió: se encendió la pequeña luz roja que te avisa que ha llegado el momento de la verdad: a saltar.

Ese fue el único instante en que sentí mi corazón dar un vuelco. Como un resorte todas nos levantamos de nuestro asiento y nos colocamos en posición una detrás de la otra. « ¡Enganchar!»... «equipos re-vi-sar!» y nosotras seguíamos cada orden con prontitud según lo aprendido... ¡VAAAAA!!!!!! ¡VAAA!.... ! ¡VAAAA!!!, y una por una íbamos hacia la enorme puerta abierta del búfalo y nos lanzábamos sin siquiera pensarlo. La sensación del vacío que se experimenta es increíble e inenarrable, la fuerza del viento a 1,500 pies te azota la cara en un primer instante y luego, en tu perfecta posición de «yevi» aprendida entre lágrimas y arena, sientes que la ráfaga de aire de la turbina te levanta para luego soltarte como si fueras un copo de nieve suspendido en el cielo... es ese el momento de completo éxtasis en que eres sólo tú y nadie más.

Luego de pensar en lo maravilloso que era Dios de permitirme vivir este momento recordé mi pica-pica... caray, mi papi iba a estar mirándome, yo sabía que él había recordado contar uno, dos, tres, cuatro, cinco... ¡ésa es Patsy!, así que en completo estado de exaltación solté una de mis manos de las cuerdas, me la metí dentro de la camisa y ahí estaba el sobre con los papelitos, los saqué riendo a carcajadas, ¡ahí van... ahí van...!!

Caí bastante lejos del supuesto punto de aterrizaje y luego de lidiar con el viento por fin pude controlar el velamen... lo doblé y lo metí en la mochila; empecé a caminar por el arenal mientras me saludaba con otras compañeras, « ¿todo bien?», «sí»... hasta que veo a mi padre venir corriendo hacia mí y estrecharme en un fuerte abrazo. « ¿Me viste?», le pregunté. «Claro, estuve contando», me respondió él.