jueves, 16 de mayo de 2013

LA FLACA EN TARAPOTO Y EL MRTA

Otra experiencia que me viene a la mente en estos momentos es la de Tarapoto. Ya les adelanté algo páginas atrás.


El Movimiento Revolucionario Túpac Amaru había aparecido en la escena nacional a mediados de los 80 y en ese primer momento eran considerados los «Robin Hood» por la población más pobre. Robaban camiones repletos de alimentos y luego esa comida la llevaban a repartir en las zonas marginales de Lima y en el interior. ¿Quién podía llamarlos criminales en esos tiempos de hiperinflación y escasez? No la población pauperizada.

Su base de operaciones era la selva de San Martín; la zona de Tarapoto era en ese entonces una fuente de información riquísima y hacia allá me enviaron a cubrir el accionar del grupo subversivo.

Mis compinches fueron nuevamente Guillermo Vílchez y «Colorao» Wilmer Robles.

El Canal 9 nos dio plata suficiente y con las justas para 4 días de hotel, comida y extras.

Llegamos a Tarapoto y lo primero fue instalarnos en un pequeño hotelito cerca de la Plaza principal. Había gente de otros medios y uno que otro de la prensa extranjera ya en la zona pero nosotros, como era mi costumbre, tratamos de no estar con la mancha sino buscar nuestra propia información.

No pasó mucho tiempo antes que nos empezaran a llegar «mensajes». Había sucedido un enfrentamiento de emerretistas y fuerzas del orden (no me acuerdo si eran policías o soldados) y varios de los subversivos muertos habían sido enterrados en el cementerio del poblado llamado Banda de Schilcayo; la noticia era que a las 6 de la mañana del día siguiente un grupo de compañeros («cumpas») liderados por una tal «gringa» iba a ir a desenterrar y llevarse el cadáver de uno de ellos. Bum.

Calladitos, salimos del hotel al día siguiente tempranito sin avisarle a nadie más, por supuesto. Alguien más estaba enterado, alguien de una radio creo, nada más. Al llegar, el cementerio estaba cerrado, por supuesto, pero igual entramos.

Mientras esperábamos vimos llegar a un grupo de policías, quizás alertados por un datero o algo y nada sucedió. Ellos fueron los que nos contaron que andaban tras los pasos de esta emerretista llamada «gringa» que aún se encontraría en la ciudad.

Bueno, la cosa es que todos los días enviábamos a Lima cassettes con reportes vía Aeroperú con notas bastante interesantes. Un día supimos que el MRTA había incursionado en el poblado de Chazuta tras robar una camioneta. Tuvimos la primicia de encontrar, junto a la policía, el carro que habían utilizado en esa incursión.

La cosa es que a los cuatro días debíamos partir de vuelta a Lima; tras pagar el hotel, partimos hacia el aeropuerto a tomar nuestro avioncito. Estábamos a cero soles (o intis) pero total, en el Jorge Chávez tomaríamos un taxi al canal y ahí pagarían.

Era de noche, recuerdo bien y se acercaba la hora en que supuestamente nuestro avión debía estar ya aquí listo para llevarnos de regreso a casita, pero nada...

El tiempo pasaba y la gente empezaba a reclamar... ya saben cómo es. A la hora, un pata de la empresa se acerca al Counter y avisa que por mal tiempo, el avión no vendría desde Lima y por ende se cancelaba el vuelo Tarapoto-Lima. ¿QUEEEEE? Nos miramos los tres sin hablar. No teníamos ni un puto sol (o inti) en el bolsillo, ya habíamos cancelado el hotel y además nos moríamos de hambre. Cargamos la cámara, cassetera, luces, etc. y empezamos a deambular por el pequeño aeropuerto. Piensen. Piensen.

En eso, una señora se nos acerca (¿qué cara tendríamos, no?) y nos pregunta si necesitábamos ayuda. Blaaaab. Le vomitamos nuestra desdicha. Muy linda ella (dulces tarapotinos) nos ofreció alojarnos esa noche en su casa, total señores periodistas, nuestra casa es su casa. La señora tenía dos hijas jóvenes (creo que las chicas le habían echado el ojo a mis compinches y esa era la razón principal de la invitación, creo ahora) que muy amablemente nos ayudaron a subir las cosas a su camioneta pick up. Su casa quedaba fuera del entorno urbano de Tarapoto, no sé exactamente dónde, solo recuerdo que subíamos por unas callecitas alejándonos del centro cada vez más hasta llegar a la humilde vivienda. Yo estaba muerta de cansancio pero más de hambre. La señora les dijo a sus hijas que nos llevaran a comer alguito a unas cuadras mientras ella arreglaba unas camas para nosotros. Así que los 5 salimos a pie esa noche para comer un tacacho con cecina, nunca lo voy a olvidar.

Los voy a recrear con la escena: yo estaba vestida con un jean, un polo verde olivo sin mangas, unas botas militares que tengo desde mi época de paracaidista y un gorro tipo montañero que me tapaba parte de la cara. No traíamos la cámara por precaución (la zona no parecía muy segura). Las dos chicas nos sentaron en unas bancas largas puestas en la calle, en la entrada de un restaurancito; era tipo picnic... una mesa larga y dos bancas largas a cada lado donde había otras cuatro o cinco personas comiendo, todo parecía ir bien. Pedimos cada uno un plato de tacacho y cecina porque yo, por lo menos, nunca había probado.

En eso vi pasar por la calle de enfrente (era una calle sin asfaltar y yo estaba sentada de espaldas al localcito) a un policía. Nos miró primero casualmente pero luego como que volvió la mirada rápidamente como si hubiera visto al diablo.

Yo lo estaba mirando en todo momento y él a mí; sin quitar la mirada cruzó hacia la vereda donde estábamos pero en diagonal y entró a la tiendecita del costado, a unos 10 metros de nosotros, donde cogió el teléfono público en la entrada y empezó a hablar con alguien de manera agitada y sacando cada dos segundos la cabeza para mirarnos. Ay, dije yo, algo le pasa a este sujeto. Pero en eso llegó nuestra comida, servida por una señora gorda y empezamos todos a comer. Yo era la única que me había ganado con el asunto.

En eso, veo llegar un carro policial muy lentamente, da la vuelta a la esquina, pasa frente a nosotros y se dirige al policía en la tiendecita de al lado, el cual, dicho sea de paso me miraba de una forma que jamás voy a olvidar: con odio. Los tres se acercaron entonces al restaurante y entraron. Segundos después los comensales en el interior salieron rápidamente y seguidamente los policías les hicieron señas a los que estaban en nuestra mesa para que se pararan.

En ese momento me empecé a poner nerviosa y le comenté el asunto a Guillermo y Wilmer, solapa. Yo llevo siempre, o llevaba, mi carnet de prensa en el bolsillo trasero del jean pero la idea de poner la mano atrás, pensé, podía desencadenar una tragedia dado el color de lo que estaba ocurriendo. Decidimos esperar a que ellos tomen una iniciativa, quizás acercarse a preguntar quiénes michi éramos, ¿no? Cuando vimos aproximarse un camión porta tropas sigilosamente por la esquina del frente y ver que se procedía a bloquear las calles a nuestra derecha con el camión y otro grupo de policías se acercaban por nuestra izquierda, nos dimos cuenta que algo muy malo sucedía y nosotros éramos el blanco. En el justo momento que yo empezaba a pararme del asiento para tratar de decirles algo, vemos que un oficial de la policía llega corriendo desde nuestra izquierda, desesperado, gritando « ¡Sal de ahí, Mariaaaa!!!»

Una de las chicas que estaba con nosotros, que nos había invitado a dormir y comer se levantó como un resorte y gritó « ¡SON PERIODISTAS DE LIMA!!»... tras lo cual los cerca de 15 policías que estaban a punto de saltarnos encima se quedaron congelados en el aire (o así lo recuerdo, qué quieren que haga) y se desinflaron entre nerviosos y confundidos. El policía que había irrumpido corriendo era el hermano de la chica y se había enterado en la comandancia que estaban a punto de bajarse a la «gringa» y otros dos subversivos que habían secuestrado a sus hermanas para obligarlas a que les paguen la comida. Wow.

Ya más calmados todos, verificada nuestra identidad y el resto, los policías nos contaron que la orden era capturarme viva o muerta y que era igualita a la que estaban buscando. Hasta ahora recuerdo la escena final como si fuera ayer, caray. Pero sobre todo, jamás olvidaré la expresión de «ya vas a ver» en el rostro de ese primer policía con lentes. Después nos jalaron en su camioneta policial hasta la Plaza de Armas donde nos relajamos un poco.

sábado, 16 de febrero de 2013

FOREVER ALONE?




¿Qué pasa en Lima, que una mujer de "mediana edad" soltera hasta el momento por que le dio la gana, no puede encontrar o tropezarse con un hombre interesante??  Si quiero ir a bailar, tengo que buscar con lupa un lugar que no esté plagado de chiquillos o de atorrantes....Dios!! Tengo mi cofradía de mujeres (chicas) solas ya sea por divorcio, viudez, soltería u otros que todos los fines de semana nos preguntamos... ¿a dónde podemos ir a divertirnos?? 
Dónde se encuentra uno con un tipo de 45 a más que no esté buscando chiquillas tetonas con quienes lucirse así no tengan ni michi de qué hablar con ellas? 

El asunto generacional se nota mejor cuando tienes una hija que te dice "ay mamá....si te gusta el pata anda y háblale (o llámalo) pues, ¿qué tiene?”
No pues...a las mujeres de mi época nos llamaban....y nos quedábamos días de días al lado del teléfono (porque estaban pegados a la pared jaja) esperando que el huevo frito se dignara marcar nuestro número y hacernos feliz. ¿Qué tontería no? ¿Porqué no podemos salir de mongas de una vez por todas y agarrar e invitar al pata que nos gusta a tomar un café, trago o whatever??? O es que eso ya se hace? Plop entonces.
Es que una mujer de mediana edad, medianamente guapa, inteligente e interesante está condenada a quedarse sola en esta ciudad? Parece que sí. Bueno pues, ellos se lo pierden.
¿Qué dicen ustedes, compañeras de sábado en la noche viendo Saturday Night Live por cable o en el peor de los casos un programete horrorosos en la TV peruana?
Ayudaaaaa!!!!

domingo, 3 de febrero de 2013

Fue sólo hace treinta años...


Y pareciera que nos hemos olvidado. No sólo son los jóvenes que no recuerdan o a los que se les ocultó (y oculta) la historia de aquellos años 80 y parte de los 90 en que como se dice y escribe últimamente "sufrimos la demencia terrorista en el Perú", ni son solamente aquellos que no habían siquiera nacido y han vivido como si nunca sucediera..somos todos los que sí lo vivimos, que sufrimos con las muertes indiscriminadas ( y otras muchas selectivas), que pasábamos los días temiendo que nos estallara al lado un coche bomba o que la luz se fuera otra vez como casi todas las semanas y hubiera que estudiar, comer, vivir a la luz de las velas. ¿Qué sucede que ya no nos cuidamos, que ya no sospechamos, que entregamos libremente información privada que en esos años no se publicaba ni siquiera en las guías telefónicas para que no pudiéramos ser encontrados, identificados o localizados?
No sé si por mi paranoia adquirida por esos años o mi instinto agudo de supervivencia que aún cambio mis rutas de y hacia mi casa, trabajo o cualquier lugar y si veo un paquete sin dueño o un automóvil desconocido estacionado cerca a mi casa siento hormigueos en la espina dorsal y sospecho. He tratado últimamamente de no poner mucha información en las redes sociales sobre mi paradero, por ejemplo, hasta que ya estoy de regreso y me estoy amarrando los dedos para dejar de colgar fotografías inmediatas porque, señoras y señores...nos estamos descuidando mucho en lo que concierne a nuestra seguridad y la de nuestras familias y eso no es bueno. Seguimos mirando a otro lado y haciéndonos los desentendidos de una realidad que nos puede devorar nuevamente y es la casi silenciosa y subterránea red que grupos radicales pro senderistas están tejiendo mientras nosotros colocamos en Facebook que hoy tenemos una reunión a tal o cual hora en tal o cual restaurante.
El estado está tratando de capturar, prohibir, encarcelar a los integrantes de estos grupos como el Movadef, pero no siento que estén haciendo suficiente, pues las redes y los jóvenes se mueven más rápido y su mensaje está siendo difundido hace mucho en las universidades y eso no lo pueden detener con leyes.
Entonces estemos atentos y empecemos a ser más cautos y más suspicaces, no dejemos que nos vuelvan a agarrar desprevenidos. Cuidémonos.

martes, 29 de enero de 2013

Capitulo: Paracaidista a los 15

Quizás fue ese afán por ocultar mis terrores lo que me llevó a meterme de paracaidista, quien sabe. Qué mejor manera de enfrentar tus temores que lanzándote de un avión. Ese es mi autoanálisis más de 30 años después porque en esos tiempos, mis dulces 15... todo lo que quería era ser paracaidista y encima en el Ejército, lugar ideal para una disciplinada y obediente Patsy.

La historia es ésta: Yo había seguido un curso de primeros auxilios en la Cruz Roja a los 14 años porque mi mamá pertenecía a las Damas Grises del Voluntariado bajo la presidencia de la simpatiquísima y chambeadora doña Marita Graña...

Corría el año 1975 y se declaraba ese año como «El Año Internacional de la Mujer» y el General Juan Velasco Alvarado era aún el Presidente de facto.

Entonces se les ocurrió a los señores del Ejército del Perú hacer una convocatoria a todas las mujeres que quisieran ser parte del primer contingente femenino de paracaidistas militares del Perú.

Mi mamá me dio la noticia: ‘Patsy, tu sueño se hará realidad’, y es que el Ejército había mandado una invitación a la Cruz Roja para que envíe una delegación; no había nada seguro y primero tendría que haber una selección de candidatas. Yeee.

Mi mamá se encargó de prepararme para lucir mayor porque los que me conocen saben que siempre he parecido de menos edad de la que tenía realmente, entonces a mis 15 parecía de 12 más o menos, aunque algunos malvados (sí, en esos años uno se muere por que le echen más edad) creían que tenía 10.

Lo bueno es que yo iría a inscribirme como parte de la delegación de la Cruz Roja y no solita, porque ahí de repente me choteaban. Hasta me maquilló mi madre… qué ridículo me parece ahora: una revejida de 12 años con sombras verdes en los ojos. Bueh...

Todo estuvo bien, me inscribieron y empezó la primera selección: éramos 640 chicas en total debidamente inscritas y por supuesto la gran mayoría eran mayores que yo.

La primera prueba consistía en que te subieras a una torre de unos 10 metros de alto (no sé calcular bien, ¿ok?), te colocaran unos arneses y saltaras por una de las rampas o puertas hacia el vacío. De un sopapo se deshicieron de la mitad.

Yo veía a las chicas subir los 4 pisos de la torre en fila, esperar que les colocaran los arneses y luego estallar en alaridos y ruegos sujetas al quicio de la rampa cual gatos a punto de ser bañados... ¡fuera con ellas!

Y así pasaban las chicas en fila, muchas saltaban y eran llevadas sujetas con una polea a un cable hasta el otro lado del campo donde eran recibidas sobre un cerro por los soldados o algún suboficial; muchas no saltaron y fueron eliminadas.

Cuando me tocó mi turno el término miedo era el más alejado de mis pensamientos: sentía exaltación, alegría más allá de lo imaginable, adrenalina.

Me tocó además saltar desde la rampa que era el espacio más abierto y directamente sobre el campo... las puertas laterales eran más chicas y estaban en los lados así que la visión no era completa (de lo que te esperaba). Y salté, por supuesto que sí.

Hace más de 30 años de eso y todavía extraño esa sensación. Pero miedo, no.

En el año 2010 volvería a saltar de esa misma torre, pero esa es otra historia que conocerán más adelante o quizás ya conocen.



Siguieron tres meses de intenso entrenamiento. No había concesiones ni por ser mujeres ni por ser menores. Seríamos paracaidistas militares y para lograrlo tendrías que sufrir, piña.

Yo, como es lógico, estaba aún en el colegio (sí, el de hombres) y todos los días debía estar a las 4 pm en el cuartel de la División Aerotransportada del Ejército para ponerme bajo el mando del implacable Capitán Manzaneda.

Los sábados y domingos de 8 de la mañana a 12 del día.

Yo salía de mi casa a las 3 y 15 más o menos y tomaba la ‘2’ en Armendáriz. Su paradero final era frente a la entrada de la avenida que da a la D.A.T. entre Barranco y Chorrillos. Cruzaba la pista y empezaba a tirarles dedo a los oficiales o quien fuera que iba para allá. La DAT estaba a una distancia de... 15 cuadras creo, o sea lejos. A veces me jalaban y a veces tenía que caminarme toda esa distancia, o correrla, porque llegar tarde era sinónimo de unas 250 mil ranas (o así parecían).

Luego de la selección final, que consistió en correr una distancia de no sé cuántos kilómetros en 12 minutos o menos, quedamos 225 chicas aproximadamente. Entonces empezó el verdadero entrenamiento.

Todas estábamos emocionadísimas y éramos ya un grupo muy unido (en el dolor...) y nos hicieron entrega de nuestros uniformes verdes de reglamento incluidos borceguíes, boina y correa, o sea una monada.

La preparación, como cualquier preparación militar, es dura. Pero todas estuvimos a la altura. La preparación física fue muy rigurosa; calistenias, maratones, hartas ranas y planchas. Sufrimos estoicamente castigos que podrían rayar con el abuso pero ahí estábamos, unidas. Una vez, unos minutos antes de terminar una de las clases y cerca de las 6 de la tarde, una de las chicas se tardó en llegar a la fila y Manzaneda nos tuvo cerca de una hora más haciendo ranas... llorábamos, recuerdo, mientras Manzaneda nos restregaba en la cara que por culpa de tal o cual chica estábamos en ese predicamento. Pero nunca nos volvimos una contra la otra.

Como ya les conté, yo era una de las menores del contingente y a veces me costaba lograr el salto perfecto desde tierra en los entrenamientos. Tenías que venir corriendo, trepar un par de escalones de cemento especialmente concebidos para practicar la caída en paracaídas, tomar viada y caer en un pozo de arena en la posición perfecta, que se lograba haciendo una maniobra especial. Una tarde, estuvimos más de una hora practicando la dichosa caída y no me salía; en uno de mis intentos tropecé en el primer escalón y caí de cara en la arena ante el estupor de las otras chicas y la rabia del capitán Manzaneda que ahí, en el sitio y con la cara llena de arena, me ordenó hacer no-sé-cuántas ranas. Las lágrimas me brotaban hacia adentro. Al terminar esa clase, estábamos todas formadas para irnos y al capi se le ocurre que algunas hagamos un salto desde la torre, solo por jorobar. Mientras estábamos en fila, Manzaneda iba escogiendo quiénes se quedarían para ejecutar ese salto. Recorría las columnas de chicas buscando a alguien. Yo tenía mi casco puesto hasta la nariz y cuando pasó cerca de mi zona lo escuché decir:

« ¿Dónde está... dónde está la que me tenía curcuncho???». Jamás olvidé esa palabra: «curcuncho». Bueno, tímidamente levanté mi mano y cuando me vio lanzó un «AJAAAA!!!!... TUUUUU!».

Así que fuimos unas 20 chicas más o menos hasta la torre. Las demás se quedarían a ver nuestro salto. Recuerdo que Manzaneda subió con nosotras y cuando estaba por tocarme saltar a mí, se acerca y me dice en un tono muy amable: «Practica... un pie adelante y luego traes el de atrás y tomas vuelo para saltar exactamente en esta línea», y me la marcó. Entonces cuando me tocó el turno y siguiendo las instrucciones al pie de la letra, salté. Cuando miré hacia abajo escuché y vi a todas las chicas rompiendo en aplausos. Me dijeron luego que había sido el salto más hermoso y perfecto que habían visto. Pero el más orgulloso fue Manzaneda que desde ese momento como que me agarró cariño.

En setiembre de 1975 hicimos nuestro primer salto desde un avión C-130 sobre la zona de Lomo de Corvina, en el sur.

Nos habíamos preparado tan bien y tanto para este día... yo recuerdo que saltaba en el sexto vuelo. Cada vuelo salía con unas 30 chicas; había sido organizado por talla: las más altas, con casco forrado de rojo, serían las primeras en ser lanzadas desde el Búfalo y las más chatas, con casco forrado en tela blanca irían al final, en el último vuelo; ahí estaba yo y éramos sólo 12 chicas... las 12 del patíbulo, nos llamaba el suboficial Gasco.

No hubo miedo, ni llantos ni nada, solo demostraciones de coraje. Me contaron después que una chica se cayó antes de llegar al punto de salto dentro del avión pero se paró inmediatamente y se lanzó al vacío.

Yo había cortado pedacitos de papel platina y me los había metido dentro de la camisa, le había contado a mis papás que yo iba a saltar sexta contando desde la primera en salir del sexto avión, que se fijaran en mi pica pica...



La espera era larga. Desde las 8 de la mañana estábamos ya totalmente equipadas con el pesado paracaídas, más el de reserva, sentadas en la pista de despegue de la FAP; los vuelos iban saliendo, primero con las chicas del casco rojo... después de unos 20 minutos regresaba el avión vacío. ¡BRAVO!

Ahora entraba al avión el siguiente grupo, y luego de un rato nuevamente un avión vacío aterrizaba junto a nosotras; el ruido de las turbinas más la ansiedad eran una sola.

El sexto vuelo se acercaba... «A pararse, casco-blancos!»

Yo me sentía a punto de estallar de emoción, había llegado la hora... Manzaneda nos había traído hasta este momento; todo el odio por los castigos físicos, las humillaciones, los gritos se habían evaporado. «Avancen... avancen... ¡al avión!»

Nos sentamos según habíamos ensayado tantas veces; los asientos en un avión de esos están a los lados, la parte del medio está desocupada para llevar la carga o los paracaidistas... los motores ni siquiera se habían apagado con tanto ir y venir, así que de frente empezó el decolaje. Íbamos cantando esos cantos para dar valor que se acostumbra en las fuerzas armadas, relajado, tranquilo, hasta que sucedió: se encendió la pequeña luz roja que te avisa que ha llegado el momento de la verdad: a saltar.

Ese fue el único instante en que sentí mi corazón dar un vuelco. Como un resorte todas nos levantamos de nuestro asiento y nos colocamos en posición una detrás de la otra. « ¡Enganchar!»... «equipos re-vi-sar!» y nosotras seguíamos cada orden con prontitud según lo aprendido... ¡VAAAAA!!!!!! ¡VAAA!.... ! ¡VAAAA!!!, y una por una íbamos hacia la enorme puerta abierta del búfalo y nos lanzábamos sin siquiera pensarlo. La sensación del vacío que se experimenta es increíble e inenarrable, la fuerza del viento a 1,500 pies te azota la cara en un primer instante y luego, en tu perfecta posición de «yevi» aprendida entre lágrimas y arena, sientes que la ráfaga de aire de la turbina te levanta para luego soltarte como si fueras un copo de nieve suspendido en el cielo... es ese el momento de completo éxtasis en que eres sólo tú y nadie más.

Luego de pensar en lo maravilloso que era Dios de permitirme vivir este momento recordé mi pica-pica... caray, mi papi iba a estar mirándome, yo sabía que él había recordado contar uno, dos, tres, cuatro, cinco... ¡ésa es Patsy!, así que en completo estado de exaltación solté una de mis manos de las cuerdas, me la metí dentro de la camisa y ahí estaba el sobre con los papelitos, los saqué riendo a carcajadas, ¡ahí van... ahí van...!!

Caí bastante lejos del supuesto punto de aterrizaje y luego de lidiar con el viento por fin pude controlar el velamen... lo doblé y lo metí en la mochila; empecé a caminar por el arenal mientras me saludaba con otras compañeras, « ¿todo bien?», «sí»... hasta que veo a mi padre venir corriendo hacia mí y estrecharme en un fuerte abrazo. « ¿Me viste?», le pregunté. «Claro, estuve contando», me respondió él.